Comentario
Antes de iniciar el estudio de las formas artísticas del período parto, resulta forzoso someter a una revisión el concepto mismo de un arte de los partos. Porque habría que avanzar a priori que la información material disponible para cubrir esos casi cinco siglos de historia es sorprendentemente corta y dispersa en el tiempo y en el espacio. Por eso quizás los manuales repiten insistentemente algunas ideas acuñadas hace mucho tiempo: el supuesto carácter filoheleno inicial, una progresiva iranización en los últimos dos siglos de desarrollo, la inexistencia de una tradición y otras ideas semejantes. Ciertos autores incluso cuestionan la posibilidad de dedicar al arte iranio de esta época un apartado especial, toda vez que lo ven simplemente como una forma provincial o derivada del arte helenístico o greco-romano. No obstante, creo que una reordenación de los elementos disponibles y una perspectiva distinta, ligada a hallazgos más recientes, nos permiten hablar en justicia de un arte de los partos. Una inclusión que se impone tras la obra de T. S. Kawami.
Los primeros tratados sobre el arte iranio, que en cuanto a los hechos bebían en las fuentes de la historiografía clásica, solían considerar la cultura parta como un simple fenómeno marginal del mundo romano. La idea de un arte parto propio y original resultaba inexistente. En el siglo XIX, los viajeros europeos solían distinguir en sus relatos las ruinas de Persépolis, Naqs-i Rustam o Ctesifonte, pero ellas les hablaban de aqueménidas y sasánidas, mientras que su propia formación greco-latina les imitaba la historia parta a la de un estado dividido y confuso, batido siempre por los romanos. El resultado no podía ser otro que el que impregnaba las obras al uso. El desconocimiento real como base de una relativización.
El concepto de arte parto tardaría mucho en ser acuñado y cuando lo fue, las supuestas pruebas procederían de las regiones no iranias. En 1928 M. Rostovzeff comenzaba la excavación de Dura Europos, una vieja ciudad ribereña del Eúfrates que Seleuco I Nicator había reconstruido para convertirla en una colonia militar macedónica. Los trabajos de M. Rostovzeff -que seguía los pasos iniciados por F. Cumont en 1922-23- se prolongaron hasta 1937 y llevarían al descubrimiento de una curiosa urbe en la que los elementos griegos, semitas e iranios se entremezclaron como fruto de su azarosa existencia. Griega al principio, parta después y romana en fin, los sasánidas la destruirían en torno al año 256 d. C. Los elementos artísticos de Dura Europos relacionados con los correspondientes a otros lugares entonces ya conocidos o en proceso de estudio, como Palmyra, Hatra o Assur dieron a M. Rostovzeff los argumentos suficientes, en su opinión, para definir un arte que, extendido por Mesopotamia y Siria desde el siglo III a. C. hasta el III d. C., venía a representar la estética y el espíritu artístico ignorado de los partos. Las características que le atribuyó nos parecen hoy, en general, poco precisas para definir un arte: espiritualidad, hieratismo, linealidad, un cierto verismo y, sobre todo, frontalidad de las composiciones y las figuras, que en relieves o pinturas aparecerían normalmente de cara al espectador. Dice R. Ghirshman que, de todos los rasgos propuestos, sólo el de frontalidad posee un interés evidente. El problema sería aceptar o no la procedencia parta de tal tratamiento pues, no mucho después, E. Will la atribuiría a los griegos.
El arte parto quedaba en fin delineado dentro de los rasgos que M. Rostovtzeff le había conferido. Pero, a decir verdad, cualquier observador interesado habría de fruncir el ceño con asombro. Pues, como recuerda K. Schkippmann, Palmyra nunca había pertenecido a los arsácidas y Dura tan sólo a veces. Cabría decir incluso -como continúa el mismo- que de lo que M. Rostovzeff hablaba era no sólo de un arte parto, sino también del realizado en el entorno cercano. Acaso incluso más del perteneciente al entorno.
Otro paso adelante en la definición sería proporcionado por D. Schlumberger. Según él, desde el monumento funerario de Antioco de Comagena hasta el mundo de la escultura kushana en la India, la antigüedad había conocido un estilo artístico propio y bien definido por los componentes y tradiciones que en él convergían. Este horizonte estético, en el que debería incluirse el arte parto, lo llamaría arte greco-iranio. Y como M. Rostovzeff al suyo, D. Schlumberger trató de fijarlo, pero no según ciertos caracteres, sino de acuerdo con las corrientes que lo informaban: una griega, otra irania antigua -aqueménida- además, otra irania nueva que presentaba un fuerte influjo de los nómadas. El hogar de tal arte habría sido no la primera patria de los partos, muy helenizada, sino las regiones en torno a Ctesifonte. Verdad es que, como K. Schippmann sugiere, no existen hasta hoy muchos hallazgos que corroboren esta hipótesis por completo; pero el análisis resulta positivo.
Uno de los viejos lugares que acaso tenga más que decir todavía es Hatra. M. Rostovzeff la consideró en su tiempo, pero los datos de los que pudo disponer se limitaban a los proporcionados por la primera investigación llevada allí, entre 1907 y 1911, por W. Andrae, el director de la misión alemana en Assur. Hatra había sido una de las célebres ciudades caravaneras del Oriente. Situada en la ruta este-oeste, en el corazón de al-Yazira, era entonces difícil de alcanzar para un enemigo poderoso. Tanto ayer como en la actualidad, sus edificios y ruinas parecen un milagro inesperado en la seca región. Hoy sabemos que los partos la fundaron como una especie de puesto militar avanzado, y que pronto llegaría a gobernarla una dinastía árabe, vasalla del monarca de Ctesifonte. De acuerdo con sus compromisos se defendió en varias ocasiones contra Roma. Y acaso su fidelidad a los arsácidas le valió la destrucción total y el abandono tras la instauración de los sasánidas. La ciudad, excavada en los años cincuenta por los especialistas iraquíes, se ve sometida a intensos trabajos de restauración y a excavaciones parciales.
En Hatra recogemos algo no muy común, la certeza de una fundación parta. Y en su arte, con independencia de los elementos más puramente clásicos, nos encontramos con las primeras huellas de auténticas manos iranias. Sobre todo en la arquitectura y pintura. En el sector de los templos, por ejemplo, descubrimos una estructura nueva, también presente en la Assur arsácida y en el Irán. Me refiero, como es lógico, al iwan, una gran sala abierta por un lado o no, y cubierta con una soberbia bóveda que encuentra paralelos cercanos en el palacio de Nisa, en el de Assur y en la Ctesifonte sasánida. Como reiteran todos los tratadistas, el iwan constituye un tipo de planta sin precedentes conocidos -si acaso, la tienda abierta como quieren algunos-, pero que echará hondas raíces en el Irán, pasando incluso a integrarse en las mezquitas y madrasas islámicas. La monumentalidad de las bóvedas que cubren los iwanes de Hatra carecía de modelos, o al menos los ignoramos.
El arte de Hatra nos permite empezar a matizar, con mejor fundamento, el concepto de arte parto. Pero hay más. Porque en los años cuarenta, arqueólogos soviéticos bajo la dirección de M. E. Masson comenzaron a excavar las ruinas de la antigua y la nueva ciudad de Nisa, una vieja capital de los partos. Comprendía tres sectores: una ciudadela pentagonal que cubría unas 3 Ha., la ciudad propiamente dicha y un cinturón urbano cerrado por una fortificación. No lejos se levantaba la fortaleza real, que guardaba las sepulturas de monarcas partos. La arquitectura militar parecía original, lo mismo que la planta de la sala cuadrada, probablemente un templo. Los archivos administrativos fueron los primeros atribuidos al reino parto y las artes suntuarias, en fin, reunían una curiosa mezcla de tendencias colorísticas y zoomórficas junto a lenguajes y elementos griegos.
D. Schlumberger estimaba que la cultura de Nisa venía a significar un período de helenización de la corte real parta. Pero como K. Schlippmann apunta, también es preciso constatar el influjo manifiesto de las civilizaciones indígenas anteriores a los partos, probablemente la base de la población originaria de Nisa, y las aportaciones de aquéllos.
Llegados a este punto convendría razonar la cuestión inicial. ¿Existe o no un, arte parto definido? Es evidente que sí, aunque los elementos de trabajo resulten todavía dispersos. Cuando los partos ocuparon la región de Parthava su estado cultural debía diferir mucho del de los persas en la época de Ciro. Ambos eran iranios, pero mientras los segundos llevaban siglos ocupando regiones del Irán histórico y en contacto estrecho con las culturas mesopotámicas, los primeros se habían movido como nómadas en el Asia Central, en los límites del mundo aqueménida primero y seléucida después, en estrecho contacto sólo con las poblaciones sedentarias de la región. Como en el caso persa, el arte griego venía a ser para ellos un elemento aprovechable que habría que integrar. Pero desde el comienzo parecen haberse sentido herederos de los aqueménidas en lo político, y desde el comienzo también las tradiciones nómadas resultan manifiestas. No se trata de un filohelenismo general en sus comienzos, sino de un esfuerzo integrador desde un principio, una integración que pretenden llevar a cabo gentes que, obviamente, no tienen tras de sí la tradición medo-urartia de los persas. En el camino que lleva de Hamadan a Kermanshah se levantó un gran templo formado por una inmensa plataforma de piedra, imitación clara de la terraza de Persépolis. Los bordes de la terraza formaban un peristilo que venía a rodear un gran patio y un templo. Pero, evidentemente, no se trataba de un proyecto griego. En Bisutúm, al pie mismo de la inscripción de Darío, Mitrídates II mandó esculpir un relieve conmemorativo, prácticamente perdido hoy que, visible en los pasados siglos, denotaba una cierta orientación hacia lo aqueménida.
Las esculturas de Hatra, los relieves de la Elymaida y ciertas figuras de los rhyta de Nisa nos plantean la evidencia de algún carácter ya bien conocido: la frontalidad y un cierto retorno arcaizante, que recuerda a los tipos físicos y las vestiduras que aparecen en las placas de oro sakkas de la colección de Pedro el Grande. Podría decirse que los partos manifestaron una asombrosa voluntad de conservar la civilización irania como ellos la sentían, en el nivel que poseían de expresión estética. Como escribe K. Schippmann, siempre será difícil reunir el arte de tan inmenso país en una etiqueta. Porque además existieron dos espacios culturales distintos: Mesopotamia e Irán-Asia Central. Y en las dos áreas el elemento parto evolucionó recogiendo influjos más o menos notorios, ya fueran helenísticos, mesopotámicos o iranios, que venían a unirse a las propias tradiciones nómadas. R. N. Frye dice que el arte parto fue un arte popular, en el sentido en que no lo fueron ni el aqueménida ni el sasánida. Los maestros partos tenían un reto múltiple ante sí. Y durante siglos supieron ir dándole salida. Una escultura, un objeto o una arquitectura parta resulta inconfundible. Y no tanto por la supuesta mezcla de elementos cuanto por la expresión de los mismos a través de un sentimiento propio. Las esculturas de Hatra, por ejemplo, resumen ese popularismo ligado al supuesto hieratismo ceremonial de Persépolis. Y esa rigidez que se les reprocha, esa mirada fija y perdida, acaso no fuera la mezcla de incapacidad y primitivismo sino la evocación de unos sentimientos que, como recuerda V. G. Lukonin, se recogerían siglos después en los mosaicos bizantinos de Rávena.
Tales sentimientos, tales influencias eran los elementos que convergían en las obras de los artistas del mundo parto. La rápida conquista del espacio iranio, que había llevado a las tribus partas desde un aislamiento original hasta la convivencia urbana con las poblaciones del Irán y Mesopotamia, debió romper su estructura tripartita habitual. Aquellos guerreros, sacerdotes y gentes comunes del mundo avéstico se desparramaron por las grandes ciudades existentes, las nuevas recién fundadas y los campos enormes de su imperio. Por fuerza, los viejos lazos tuvieron que saltar y la sociedad parta adaptarse a un mundo distinto. Un rey y una alta nobleza, convertida en gran terrateniente, debió aspirar a dominar omnímodamente. Pero en las ciudades, formadas por una compleja población de iraníes, mesopotamios, griegos y partos, las clases debieron dividirse en función de las profesiones. No obstante, los datos son tan escasos que por fuerza nos hemos de mover en el terreno de la pura hipótesis. Así una ciudad caravanera como Hatra, más ligada al comercio que a la nobleza territorial, dejó un arte vitalista, lleno de sabiduría y que denota la participación de artistas del país que han aprendido a la perfección las técnicas de construcción o tallado, pero que se expresan en su propia idiosincrasia. Los clientes del arte son los príncipes, la nobleza, la religión. Y los artesanos debían responder a esa demanda selectiva. No obstante, las necrópolis de Uruk o Babilonia correspondientes a la época parta nos informan de un arte menor, cerámico y orfebre, cuyos destinatarios eran las gentes normales. Según R. Ghirshman, la industria y el artesanado mejoraron notablemente con el paso del tiempo. Vidrios, cerámicas, armas y tejidos se harían cada vez con una mayor calidad, fruto posiblemente de las mejores condiciones profesionales y de vida de los artesanos.
Dice Mircea Eliade que, en el terreno religioso, la época parta se señala por ciertas constantes. Por ejemplo, la veneración especial que tanto la realeza como la gente común parece haber prestado a Mitra. La presencia de los magos como una casta sacerdotal de sacrificadores y, en fin, la popularidad del antiguo culto del fuego. Anahita, una diosa guerrera y Zurvan, al que escogerían los maniqueos como el equivalente iranio de su gran dios serían divinidades muy populares también. Y los artistas tendrían que trabajar con frecuencia y sobre todo para los centros religiosos de la diosa guerrera. Pero también sirvieron la demanda de otros dioses. Pues como recuerda R. Ghirshman, los partos, como los kushanos, manifestaron una gran tolerancia respecto a las culturas de otras naciones, mostrándose ajenos a cualquier proselitismo de la propia. Este era el mundo de los artistas. Grandes nobles, ciudades efervescentes, creencias muy antiguas y los recursos de un mundo entero en sus manos. Pero tal vez la multiplicidad de reinos, las frecuentes guerras y carencias sociales que hoy se nos escapan, impidieron crear un arte cuantitativamente numeroso. No obstante, lo conservado nos permite echar un vistazo a los productos de su trabajo.